Las paredes son de terciopelo, y tan finas como el velo de una novia, y no son todas pero si la mayoría de las noches y de los días en los que oigo, y me aterro, el infierno de su alma atormentada. Es una chica de una edad temprana con mucho más sueños, que ilusiones y que su sonrisa habla por si sola, es feliz. Aunque los monstruos de bajo la cama arañen, golpeen y intenten consumir hasta el último pedazo de esperanza.
Y es que lo que aparentemente es una familia feliz, donde madre e hija, se cuentan hasta la última lágrima. Le falta tiempo a la madre para cambiar de parecer y distorsionar la realidad, lo que le hace sentirse mal. Y es que en la oscuridad de la despensa de una familia, las cosas se suelen tornar a oscuras, y esta no es menos. Nada de lo que hace, mi vecina, está bien. Convirtiéndose en una pesadilla, el simple echo de respirar. Y es que cuando amanece no sabe ni desayunar caricias y apoyo, o por el contrario como sucede la gran mayoría, un tazón de gritos, mezclado con insultos, voces y golpes que impactan a primera hora del día y que no se van hasta bien entrada la noche.
Con el paso de los años, esto se ha convertido en rutina y ya no oigo ni los lamentos, ni las lágrimas que caían como balas de fuego de mi vecina. Ahora solo oigo ladrar a su madre, diagnosticar un futuro incierto para su hija, y humillar todo lo que aún queda de ella.
Pero el día sigue, y nunca verás tirar la toalla, sale de la puerta, con sonrisa y su mente en blanco, es mucha práctica pero ya su cerebro borra automáticamente esos momento del día.
Pero queda el dragón, que se esconde y aparece furioso muchas noches, inundado en cerveza. Y con los años tomo por costumbre descargar la ira contra ella, muchas veces con razón, porque siempre fue una rebelde de cabeza a los pies, pero nadie se merece paliza tras paliza, y la humillación de no poder defenderte de los golpes directos al alma, que la dejan moribunda, tirada en el suelo, con la ilusión desquebrajada y las ganas de vivir al mínimo.
En los últimos años, se puede decir que plantó cara, y no dejo que golpearan su cuerpo como un saco de patatas, quedándose de pie, con la mirada inquisidora, y la rabia concentrándose en cada poro de su piel, dispuesto a defenderse de un golpe, pero...¡Quien sabe por qué! Nunca sería capaz de devolver cada herida que nunca cierra, ni cada golpe que deja huella. Porque, mi vecina, está convencida que por la violencia nunca se llega a buen puerto.
Las apariencias engañan, las familias esconden oscuros secretos, y los hijos los sufren. Tienes dos caminos, seguir el camino de los monstruos de bajo la cama, o volar en otra dirección. Puedes odiar por el resto de tus vida, e injustamente abandonar el vocablo, mi familia. O por el contrario puedes quererlos por ser quienes brindaron tu vida, pero no quererlos como quien acaricia cada paso que das, si no como quien te ayudo a ser más fuerte.
Mi vecina moriría con el tormento de su primeros años de vida, y el dolor quedará inscrito en las paredes, y ni el tiempo ni la lluvia borraran del aire que se respira los insultos, los golpes, las lágrimas derrochadas. Pero pronto será un punto y final, y el recuerdo será lo único que produzca miedo, o escalofríos, al frágil cuerpo de mi vecina. Porque ella misma me enseño, que no hay bien que por mal no venga, y viceversa. Porque la vida es una montaña rusa, y el cielo está muy alto. No importa quien es el bueno o malo de la película, porque al final todos mueren en el mismo acto.