26 de octubre de 2013

Duele.

A veces duele más, otra vez menos. Pero siempre duele. Un dolor eterno y punzante.
Duele respirar, duele cerrar los ojos, duele hablar. Duele.
Me deshago en mil pedazos cuando la realidad golpea y arrastra mi alma hasta el último escalón de la tristeza. Se hunde, abajo, abajo. Muy abajo.
Mis pies caminan solos, y automáticamente hago lo que debería hacer, pero no hay nada en mí.
Se fue, lo que había se escapó. 
Siento un vacío como si mi alma se hubiese mismamente suicidado.
Siento un vacío como si hubiesen arrancado una parte de mi, de cuajo.
Siento un vacío como si tuviese la sensación de que jamás volveré a ser tan feliz.

La vida sigue, aunque el corazón haya dejado de latir. Mi corazón ya no bombea más sangre.
Mi sangre se derramó bajo la lluvia aquel jueves.

Frío.
Puedo sentir como muero poco a poco, su ausencia marchita mi alma hasta el último centímetro.

Y como un poeta romántico, voy a esperar a que el tiempo atrape mi esperanza.
Voy a esperar a que los fantasmas del pasado vengan cada noche, y ahogarme en lágrimas es mejor que intentar respirar. Podría arrancarme los ojos, el corazón, las piernas si me concedieran un día a más a tu lado.