¿Qué le dices al mundo cuando no tienes nada que decir? Nada.
Y por primera vez en tu vida, no tienes nada que decir, no tienes nada que defender. No quieres ni luchar, ni oír, ni ver, ni sentir. Me quise, me quise libre. Y me quise abrazar a una dulce y fría soledad. Me quise, me escuché, y tragándome la botella del que dirán, de los años, y las historias que parecían eternas. Olvidándome de lo que amé, de lo que creí amar, y enterrando las preguntas soporté las ametralladoras, esos dedos que te señalan, que te cuelgan de la culpa, y que parecen entenderte mejor que tú mismo.
Supe manejar el barco, a pesar de estar haciendo aguas, supe navegar en tormenta, sin mirar hacia atrás, sin dar tregua. Y llegue, llegue a una playa desierta, no había ni copas derramadas, ni lágrimas secas, ni miradas. Y llegue, y me quise, libre, me quise libre.
Y esperé, y veía como las olas querían romper mi calma, y esperé a que el mar se calmará pero notaba como me quería echar manos al cuello. Lanzaba desde el cielo culpas, amenazas, a veces llegaban cerca de la playa, pero podría correr por el bosque, buscando cobijo en la espuma de la cerveza, y esperar a que el mar cesara. Las olas altas, bajas, grandes, frías querían empapar mis recuerdos, querían que odiará una parte de mi, querían que enloqueciera mi alma. Aguanté bajo la copa de un roble, y de roble hice mi corazón.
No tengo nada, ni copas derramadas, ni sonrisa forzada. No tengo nada, ni culpa, ni desazón, no tengo nada, tan solo el frío y dulce tacto de la soledad. No tengo más que sus tangos, sus frías manos, y el cobijo de la espuma de la cerveza.
No tengo más, y me quiero, me quiero libre.
Libre, siempre libre. Sin culpa de ser feliz, sin culpa de ser libre.
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